Tartagal, 2 feb (dpa) – Para muchos la deforestación es el empeoramiento de las condiciones climáticas globales. Para otros, sin embargo, supone la devastación de su hogar. Eso es lo que viven las comunidades indígenas wichí en la provincia argentina de Salta. Ellos ven cómo el avance de la producción agrícola se lleva el bosque, y con él su hábitat, su fuente de alimentos y de su medicación.
«Todo ha cambiado mucho en estos lados. Han puesto cultivos a 400 metros. Cuando fumigan, los árboles se secan. Ya no tenemos frutos como antes. Hay que ir monte adentro, hay que caminar mucho, también para cazar, porque los animales se van lejos con los ruidos de las máquinas”, cuenta el wichí Amancio.
Amancio vive en una comunidad conocida como «Corralito», un nombre en el que hoy reverbera su acorralamiento por campos de cultivo. Donde antes había tierras tupidas de algarrobos, quebrachos, espinillos y chañares, ahora se ven hectáreas desmontadas e hileras metódicas de sembrado.
«Antes tomábamos agua de la laguna, pero ahora los animales beben y enferman, vemos peces muertos. Nosotros sospechamos que es veneno que le echan a los campos, por eso ya no tomamos de ahí”, describe Amancio una realidad acuciante. Si el municipio no lleva agua potable a la comunidad, el líquido se convierte en un oro escaso.
La situación en la que viven los wichís se enmarca en un proceso de desmonte sistemático que le valió a Argentina el noveno lugar mundial de pérdida de superficies forestales entre 2010 y 2015, según un estudio de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
El Banco Mundial incluso advirtió que la pérdida de bosques se debía mayormente a la expansión continua de la producción agrícola industrial, una tendencia reflejada en el ránking de los mayores productores de soja del planeta: en 2016 Argentina era nada menos que el tercer mayor productor, detrás de Estados Unidos y Brasil, y en 2017/2018 las cosechas apuntan a superar sus propios récords. Las estimaciones indican que la producción total de granos sería de 127 millones de toneladas, un 15 por ciento más que hace dos años.
«Cuando el gobierno plantea triplicar el stock de soja o el stock ganadero, miramos el mapa y pensamos: o cumplen con eso o cumplen con la ley de protección de bosques, porque en el mapa no entran los bosques, las vacas y la soja”, advierte Hernán Giardini, coordinador de la campaña de Bosques de Greenpeace Argentina.
La provincia de Salta, que colinda con Bolivia, es un ejemplo paradigmático del avance de la frontera agrícola. Entre 2006 y 2013 se deforestaron unas 653.000 hectáreas de bosque nativo en territorio provincial, lo que equivale a demoler 8,3 ciudades del tamaño de Nueva York o 4,3 veces la superficie de Ciudad de México.
Pese a existir desde 2009 disposiciones que prohiben el desmonte en grandes zonas de la provincia, el gobierno local ordenó autorizar la “recategorización” de 150.000 hectáreas, que pasaron de ser zonas protegidas a ser zonas “desmontables” a pedido de los dueños de las fincas.
«Como dice el ingeniero agrónomo Walter Pengue, hay una `pampeanización’ del norte argentino», observa Giardini. «La región trae capitales que quieren trasladar un modelo de agricultura y ganadería intensiva que en la pampa resulta exitoso, al menos desde lo económico para ciertos sectores», explica. «Pero es un modelo que agota el recurso, que no se adapta al ambiente y que tampoco está pensado para beneficiar al poblador local».
«Poniendo nuestros granos en filas de camiones, daríamos dos vueltas a la Tierra», describe con orgullo la web de la Bolsa de Cereales. Y de hecho muchos pobladores ven con buenos ojos el avance de los cultivos, con la esperanza de que generen fuentes de trabajo.
Sin embargo, «las provincias de Santiago del Estero, Salta, Chaco y Formosa, que son las que concentran la mayor deforestación argentina de los últimos 30 años, siguen siendo las más pobres del país. Las promesas de progreso que traería deforestar no tienen ningún correlato con la realidad de sus pobladores, entre otras cosas, porque se da con una enorme concentración de la tierra y genera una producción destinada a la exportación», comenta Giardini.
La comunidad wichí de «Corralito» es testigo de este proceso. «Primero contrataron a varios de nosotros para hachar la madera de los árboles que desmontaban, pero cuando terminamos eso, no hubo más trabajo», recuerda el hermano de Amancio. Una vez desmontados los alrededores, los wichís quedaron en una superficie reducida de bosque, con una laguna de la que temen beber, con inundaciones «por los canales y desagües que hacen los campos», sin tierras reconocidas a su nombre y sin otra posible fuente de ingresos.
Según Amancio, la comunidad, que hoy cuenta con 12 familias, se ha ido reduciendo año tras año. Muchos partieron en busca de trabajo hacia los pueblos cercanos. «La deforestación suele traer aparejado el desalojo directo o indirecto de la mayoría de las comunidades», apunta Giardini.
«Es directo cuando hasta contratan guardias armados para sacarlos a los tiros, y es indirecto cuando les dejan algunas hectáreas que, al ser pocas, generan un deterioro en su abastecimiento y de forma de vida. Si les quitas el bosque, aunque les dejes el rancho, los estás expulsando. Quizás es una expulsión en etapas, pero termina siendo una expulsión», dice.
El Ministerio de Ambiente argentino se propone no polarizar la discusión entre protección de bosques y producción agrícola. «Tenemos como meta reducir la tasa de deforestación, pero todavía hay una parte importante de tierras que en un futuro podrían estar disponibles para explotación agropecuaria», explica Diego Moreno, secretario de Política Ambiental, Cambio Climático y Desarrollo Sustentable. El punto «es cómo pensar las opciones tecnológicas para hacerlas compatibles con el marco legal y reducir la deforestación en forma gradual en los próximos años», sostiene.
Más de 60 organizaciones argentinas iniciaron junto con Greenpeace hace años un reclamo para exigir que el gobierno de Salta dejara de habilitar desmontes en áreas con valor de conservación. A finales de 2014 vivieron una pequeña victoria: el decreto correspondiente fue derogado y el gobierno dejó de otorgar permisos. Sin embargo, hasta enero de 2018 continuaba la deforestación en áreas que habían sido habilitadas con anterioridad a 2014.
La insistencia ecologista llevó a un nuevo freno en 2018: el Ministerio de Ambiente nacional conminó a Salta a frenar los desmontes en la finca Cuchuy, recategorizada antes de 2014. La medida deja la puerta abierta al inicio de un proceso que pueda desembocar en el pedido de reforestación de las áreas desmontadas.
«No será nada fácil», dice Giardini. «No existen viveros forestales para colocar los plantines ya mismo, y hay que ver si realmente prende la reforestación. Mucho de lo que se ha hecho es irreversible. ¿Hasta dónde podemos eliminar tan rápidamente un ecosistema que no tiene un proceso de reversibilidad probado?»
Amancio teme que todo marche para peor. Le preocupa que les maten los animales en las fincas aledañas. «Entre cerdos y cabras, antes teníamos 300 cabezas. Hoy ya no tenemos porque nos las matan. Y cuando uno va a la Justicia, nos dicen que los finqueros tienen razón porque son ellos los que les dan de comer a todo el país». Sin que su gesto se altere, admite que siente dolor e impotencia ante esta situación: «Uno ya no sabe qué hacer. Éramos 12 varones. Sólo quedamos mi hermano y yo. Estamos acá por los ancestros».
Por Florencia Martin