Los huevos son el alimento humilde que todo resuelve: económicos, versátiles, nutritivos y capaces de convertirse en desayuno, cena rápida o plato memorable con solo un gesto.

Un básico que nunca abandona la cocina
En cualquier despensa del mundo, haya mucho o poco, suele haber huevos. No necesitan cartel de superalimento ni moda pasajera: siempre han estado ahí. Un huevo frito salva un día sin ganas de cocinar, una tortilla arregla una nevera casi vacía, un huevo cocido acompaña ensaladas, cremas, arroces o lo que haya a mano. Y si hay pan, aceite y un huevo, ya hay comida.
Su aparente sencillez oculta una paradoja: no existe otro alimento tan básico que permita tantas formas de preparación. Puedes romperlo, batirlo, pocharlo, cocerlo, escalfarlo, gratinarlo, hornearlo. Puede ser protagonista o acompañante, plato principal o detalle final. El huevo no compite, se adapta. Y siempre funciona.
El huevo entiende de técnica, pero también de intuición
Hay quien dice que saber cocinar un huevo es la primera prueba real de un cocinero. No porque sea difícil, sino porque no perdona errores. Un huevo frito se quema o se queda crudo en segundos. Una tortilla se reseca si pasa del punto. Un huevo poché exige pulso y agua a la temperatura justa. La cocina del huevo enseña algo: la técnica importa, pero el ojo, el oído y el ritmo importan más.
También enseña otro concepto: la proteína no tiene por qué ser cara ni compleja. Un buen huevo —de gallinas camperas, con yema cremosa y clara consistente— aporta más placer que una carne de lujo mal cocinada. Nutre sin saturar, llena sin pesar.
Y si hablamos de sabor, no hay aliño que no combine con él: aceite, sal, hierbas, especias, queso, salsa de tomate, mantequilla, ajo, soja. El huevo no tiene temporada: tiene actitud.
El huevo es humilde porque no presume, pero imprescindible porque siempre resuelve. Nunca exige aplauso, pero quien sabe tratarlo bien puede convertir un plato insignificante en un gesto de cocina verdadera.